Hace cerca de dos años de la última entrada de este blog.
No voy a contaros la típica historia de "voy a volver a escribir". Quizás no vuelva a hacerlo en otros dos años, o quizás lo haga en dos días. No quiero presiones. La presión mata el impulso. Lo hago, cómo hablaba con un buen amigo escritor hace unos días, porque el blog, un viejo olvidado de internet, aún permite el razonamiento que las redes han hecho perder.
Y es que no puedo más con las redes sociales. No puedo.
Me siento atrapado por ellas, incapaz de escapar. He crecido con ellas, vivido en ellas y no negaré que, en varias, pertenezco a los "early adopters", los primeros que entran a conocerlas. Maldita sea, hasta les estoy dedicando mi TFM.
Pero es que no puedo. Me agobian, me agotan. Me encabrona la dependencia que me provocan. Me molesta que lo primero y lo último que hago en el día sea revisarlas. Me molesta leer, sin poder evitarlo hasta que es demasiado tarde, opiniones que no me interesan. Y lo que más me jode de todo, es que estas opiniones estén mezcladas con las que sí me interesan.
Es esa dualidad la que me molesta más.
Si, claro que hay cosas que me interesan publicadas en las redes sociales. Pero ¿qué pasa con el resto? ¿Qué pasa con el tiempo perdido conociendo a personas cuya vida, opinión e intereses no me importan en absoluto?
He intentado paliarlo. He borrado cientos de contactos, varias veces. Sin avisar, simplemente, adiós, no me interesas. Pero no se puede escapar, es una batalla perdida. Siempre vuelven otros. Personas que apenas conozco, cuya vida La Gran Red Social me obliga a conocer, de manera sibilina, cómo si de un encuentro casual se tratara. Cómo si no fuera víctima de la voluntad de un frío algoritmo, de un número sin humanidad para el que no soy nada.
Veréis. Cerca de los 30, me he llevado la primera gran ostia contra la realidad y ha sido descubrir lo siguiente: mi tiempo es muy limitado y, por tanto, muy valioso. Además, esta situación no sólo no se soluciona: va a peor.
Antes el tiempo no era nada, no valía nada. Un día perdido no importaba, un mes perdido no importaba. Siempre había más. Perder el tiempo era cómo perder un puñado de arena de una playa. Insignificante, sin importancia alguna.
Ahora no es así.
Puedo oír el tic tac del reloj sólo con cerrar los ojos.
Recordándome, siempre recordándome que el tiempo perdido no vuelve, que lo hecho no vuelve, que son sólo recuerdos en una memoria que cada vez es más difusa y que las decisiones tomadas, que antes eran fácilmente enmendables, ahora tienen consecuencias.
Quizás, para siempre.
No, no puedo. Quiero escapar.
Quiero escapar.