lunes, 9 de octubre de 2017

Los desayunos del café Europa

Antes de comenzar la universidad ni siquiera me gustaba el café. Su olor me resultaba agradable, pero su sabor lo relacionaba con las obligaciones de la vida adulta, a la que no me sentía pertenecer y que, por tanto, rechazaba. Sin embargo, el pasar de los años en la alta academia me habituó el gusto hasta amoldarlo a su amargura. Ahora, una década después, el café ya sí es un verdadero disfrute.

Normalmente pido café manchado, es decir, mucha leche y poco café. Es una combinación simple, pero en extremo placentera. Ahora que vivo en Lisboa, me es imposible encontrar dicha combinación en ningún lugar. El café aquí es amargo siempre, con un sabor más puro, pero violento para mi gusto infantilizado.

El lugar que elijo cuando estoy en Badajoz para desayunar es uno de esos bares que entran en la categoría de bares de señores que bajan al bar, llamado Café Bar Europa.

Este oasis de lo real se encuentra en el mismo centro del barrio obrero de La Paz. Su terraza siempre tiene sombra fresca por las mañanas y, en los meses de calor -es decir, casi todos-, corre una brisa fresca en extremo agradable. A su alrededor se agrupan varias tiendas de barrio: una frutería, un ultramarinos -sí, existen-, una panadería, otro par de bares. Cómo en el centro de un valle, el local está situado entre dos filas enormes de edificios de gusto arquitectónico deplorable, creados al calor de la pura necesidad proletaria.

A fuerza de costumbre aprecio mucho el lugar, quizás por ser un espacio sin pretensiones de ningún tipo. Sus clientes habituales son amas de casa entradas en años, currantes en descanso de faena, jubilados varones y algún despistado que tiene cita en el centro de salud cercano.

Sus dueños son un matrimonio de unos cincuenta y tantos. Ella es invisible, puesto que permanece enclaustrada tras la puerta de la cocina y jamás la he visto salir, y a él, que irradia una inmensa soledad y melancolía en sus ojos tristes, rara vez se le ve más allá de la barra. Eso lo hacen los dos camareros que se intercambian turnos en el servicio de terraza, siempre eficientes y silenciosos.

Me gusta mucho la tranquilidad del lugar. Me gusta observar a su clientela, espiar sus vidas. Me gusta su café manchado, amargo en su justa medida, sus desayunos siempre generosos y sus precios asequibles. El lugar jamás será popular, ni tendrá página web, ni saldrá en las guías de viajes. Pero en eso radica, pienso, su encanto. En tiempos de avance de la locura, es agradable encontrar lugares que aún poseen el espíritu de lo real, de lo costumbrista, de lo cotidiano. 

lunes, 2 de octubre de 2017

Lunes de tristeza


Finalmente ocurrió lo peor.

Las imágenes penosas, lamentables, escalofriantes, de lo acontecido ayer en Barcelona sonrojan a todo ser humano con un mínimo de cordura. Nunca en toda mi vida había sentido, como sentí ayer, helárseme el corazón.

En esta guerra de banderas, de naciones huecas de humanidad, de odios largamente acumulados, ... vago por tierra de nadie. No estoy sólo en este exilio, me consta, pero mis afines hemos construido en estos meses de locura colectiva nuestra propia isla, que es privada y solitaria, nuestra y de nadie más. Un refugio contra el mundo.

Pero no hay isla tan lejana a la que no lleguen los ecos del odio y del dolor. 

No hay realmente palabras. 

Yo me niego a participar en este despropósito colectivo. Buscadme cuando bajéis de vuestras atalayas morales, no antes. Cuando os sonroje ser la vergüenza de la civilización. Cuando comprendáis que vuestras banderas de colores vivos son tan negras como la muerte. 

¡Qué tristeza, que enorme tristeza! 

Alianza Cien, un placentero viaje

  No suelo pasear tanto como solía, pero en plena desescalada del primer confinamiento, a finales de mayo de 2020, el deseo por volver a hac...