jueves, 10 de junio de 2021

El amor al cine en los tiempo de la pandemia

Una de las cosas que me arrebató la pandemia fue la afición por el cine. El cine, como cualquiera sabe, es un arte que trasciende más allá de la propia película en sí. Es, en cierta manera, una liturgia, un conjunto de ritos que tienen como culmen la propia visualización de la obra, pero que ni empiezan ni acaban en esta.

Pongamos por ejemplo la propia inquietud que se genera en el futuro espectador horas antes, o incluso días antes, si la visualización de la película es realmente deseada. Cuando el deseo cinéfilo se eleva, no es raro sentir una agradable sensación en la nuca, de trazabilidad directa en los ecos de un lejano placer infantil. ¿No es acaso maravilloso?

Ni que decir de todo lo demás. Comentar ese deseo con los futuros acompañantes, recogerles –o ser recogido-, la entrada al recinto, la búsqueda, la espera en taquilla ojeando novedades de la cartelera, la entrada al vestíbulo –hay algo místico en esos salones que huelen a palomitas y que nos engatusan con sus carteles de nuevas películas, grupos de amigos, aseos de última hora, risas y nervios-, la búsqueda del asiento, la visualización de los tráileres- tristemente mancillada en la actualidad con anuncios generalistas ajenos al cine- y cómo no, con el inicio de la película, ese primer bocado en que la cabecera de la compañía productora nos adelanta un placer futuro con la evocación de un placer pasado. Ir al cine como ritual, ya digo.

En 2019 contabilicé que acudí, al menos, a treinta y cinco sesiones de cine presencial, sumando el comercial y la Filmoteca. Confieso que no era un gran cinéfilo años atrás, fue la madurez la que me atrajo a las salas. Probablemente fueron las oposiciones – las terribles oposiciones-, que me dejaron tan arrasado psicológicamente para la literatura las que me llevaron a las salas. Permanecía en mí la necesidad de conocer historias. Cine y literatura, cuando son de calidad, son rostros artísticos que beben de la misma necesidad. Me resultaba tan farragoso leer nada, tras tantas horas diarias estudiando, que vista y ánimo me pedían el cambio. Dos años largos de abandono de la literatura amortiguados por el abrazo del celuloide.

Y en esas estaba cuando todo se fue al garete. La última película que pude ver antes del confinamiento fue Manhattan sin salida (2020), en los cines Yelmo de San Sebastián de los Reyes, un 22 de febrero de 2020 junto a Pricila. Visto con perspectiva, ¡qué temeridad en aquel momento pasar dos horas encerrado con decenas de personas en un espacio cerrado! Y en un Madrid que, sin nosotros saberlo, ya estaba galopando en brazos de la pandemia. Sobrecoge pensar en toda la muerte y destrucción que llegarían apenas cuatro o cinco semanas después… En fin, la película era entretenida, sin más. Un filme comercial sobre policías que persiguen policías, nada original, pero suficiente para evadir pensamientos funestos en la tarde previa al examen final en que me jugaba la plaza. Después de aquello, se acabó todo. Nos encerramos, nos encerraron, y el bloqueo cinéfilo se añadió al literario. Para mí se iniciaba entonces una larguísima etapa caracterizada por la espera, la ansiedad, el bloqueo y la tensión. Fin de ciclo.

Hubo un tímido intento por volver al cine en junio. Junto a Pricila, Javi, Estrella y Alberto, acudimos a una reposición de clásicos de los años 80 y 90 que nos tentó lo suficiente como para arriesgar la salud, y en los recién reformados –como se nota el miedo a la competencia- Cines Conquistadores de Badajoz disfrutamos viejas glorias como Jurassic Park (1993), Matrix (1999) y Batman (1989). Para el recuerdo quedará la experiencia de ser las únicas personas en todo el centro comercial, digna de 28 días después, discusión mediante con el vigilante por… ¡sentarnos juntos a más de tres metros de distancia! De locos. En cualquier caso, aquellas películas supusieron un buen chute de energía cinéfila, especialmente tras tres meses de encierro, pero no suficiente. Crecieron los contagios y con ellos, el miedo. Vuelta a casa.

Pero en el hogar el cine no es lo mismo. No es ni por asomo la misma experiencia. Y menos aún, entonces. Sin el ánimo adecuado, visualicé algunas películas, pero no las disfruté como creo se merecían. En casa me mostraba como un espectador inquieto, distraído. Se unió esa larga espera hasta tomar posesión, más de un año de tiempo perdido en la inquietud permanente. No negaré que fueron gozosos los pequeños balones de oxígeno del trio erótico-intelectual de amantes de los Soñadores (2003) de Bertulocci. O mi fútil intento por comprender esa Nouvelle Vague con Los 400 golpes (1959) que duelen tanto de Truffaut, los enamoramientos magnéticos en la loca carrera hacia ningún lugar de Al final de la escapada (1960) de Godard (¡dejad de cagaros en él!) o la arrebatadora soledad de un amor imposible de Iroshima, mon amour (1959), de Resnais. Pero no era suficiente. Vivir una pandemia en riguroso directo sobreinformado mientras esperas sin final a la vista una plaza que nunca llega es psicológicamente una tortura. Y si algo he aprendido en este año y medio, es a respetar la fragilidad del débil equilibrio mental que nos mantiene serenos.

Volví el pasado mayo al cine, casi un año después de aquel primer intento. Los datos de contagios iban siendo mejores y un par de tentaciones me hicieron caer. La primera fue la reposición de La Comunidad del Anillo (2001) en los recién estrenados cines Yelmo de Badajoz. A la curiosidad por la ruptura del monopolio fílmico que tuvieron los Conquistadores desde inicios de los 2000, se unió mi deseo personal de revisualizar en pantalla grande esa película que tanto ha significado en mi vida. Nunca deja de sobrecogerme la oscuridad del paso de Moria, donde las espadas ya no valen.

La segunda tentación fue mi curiosidad por regresar a la Filmoteca. El recinto ha cambiado. Antes de la pandemia, las proyecciones se hacían en las ruinas reformadas de los viejos Multicines Puente Real, el cine de mi adolescencia (el de mi infancia fue el cine Menacho, que transformaron en un Zara en la más estricta distopía neorrabiosa). Estos viejos multicines se reformaron tras una larga década cerrados, para abrir un Centro Joven público que reutilizó una de las viejas salas como filmoteca. Antes de la pandemia, era raro la semana que no acudiera a alguna proyección. La pandemia los cerró, y ahora se utilizan como centro de pruebas COVID. Como se ve, nada le queda a esta maldita enfermedad por arrasar.

En cualquier caso, al volver en su actividad, la Filmoteca extremeña cambió su sede por el siempre vanguardista y siempre vacío Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, el MEIAC. Es un lugar mucho más espacioso, donde cada asiento está separado del resto por otros dos. Elegí para volver la película Un diván en Túnez (2019) una comedia francotunecina con tintes dramáticos. Pero la sala estaba llena, dentro de su aforo permitido. No podía evitar mirar a un lado y a otro con inquietud. ¿He desarrollado una nueva fobia a compartir espacios comunes? Es posible. El caso es que estuve inquieto, no disfruté del todo la película y después sentí remordimientos. Fin del segundo regreso.

Tras aquello, me he resignado a no ir más al cine. No creo que vuelva hasta estar vacunado. Por ello, estoy sopesando una suscripción a la plataforma de cine filmotequico de Filmin, que no deja de bombardearme desde hace meses con publicidad de su ciclo de Wong War-Kai. Tanto lo ha hecho que, por mi cuenta, he empezado con su filmografía y chico, que delicia. Chungking express (1994) y Fallen Angels (1995) son en sí mismas –además de la misma historia/película- lo que el cuerpo me pedía ahora. Sus historias lo son de personas solitarias-y en soledad- en un Hong Kong oscuro, lleno de neones y decadencia. La bondad, el amor (y el humor) que desprenden ha sido todo un gozo visual. La alocada Faye Wong es Amelié antes de Amelié, y es imposible no enamorarse un poco de ella mientras suena California dreaming.

No estaba tan preparado, sin embargo, para el duro golpe anímico que supuso In the mood for love (2000). Es tremenda, toda ella. Una obra maestra desde cualquier punto de vista en que se la mire. La historia, en el Hong Kong de los inmigrantes de los años 60, es estéticamente abrumadora, una explosión de sensaciones, una violación para los sentidos. La música, esa melodía llamada Yumeji que se repite una y otra vez, recoge perfectamente todo el drama que nos cuenta la historia. Pone los pelos de punta esa cárcel emocional de los protagonistas, perros y apaleados, víctimas ambos de una traición sin permitirse ser traidores, a pesar de la intensidad de los sentimientos que los invaden. Una película magnífica a la que seguro volveré a cuenta del masoquismo emocional que me guía, que me arrolla en el arte como si la vida diaria no fuera ya bastante.

Acabo aquí y me gustaría hacerlo de forma positiva, a pesar del erial pandémico. El cine, queridos lectores, es una modalidad artística a la que todos debemos acudir de cuando en cuando para airearnos la conciencia. Como el resto de modalidades, nos conmueve y nos inunda. Puede desbordarnos por completo. Nos hace preguntarnos quienes somos a través de las vidas de aquellos a los que observamos. Como la literatura o la pintura, requiere un cierto grado de voyeurismo, y, cómo no, de intimidad. También de fragilidad emocional, puesto que las interpretamos a través del yo, y eso, entiéndanme, supone que no significan nada por sí mismas, sino por lo que vemos a través de ellas. ¿No es difícil, amigos, mantenerse humano?

 

 

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