Una de las cosas que me arrebató la pandemia fue la afición por el cine. El cine, como cualquiera sabe, es un arte que trasciende más allá de la propia película en sí. Es, en cierta manera, una liturgia, un conjunto de ritos que tienen como culmen la propia visualización de la obra, pero que ni empiezan ni acaban en esta.
Pongamos
por ejemplo la propia inquietud que se genera en el futuro espectador horas
antes, o incluso días antes, si la visualización de la película es realmente
deseada. Cuando el deseo cinéfilo se eleva, no es raro sentir una agradable
sensación en la nuca, de trazabilidad directa en los ecos de un lejano placer
infantil. ¿No es acaso maravilloso?
Ni
que decir de todo lo demás. Comentar ese deseo con los futuros acompañantes,
recogerles –o ser recogido-, la entrada al recinto, la búsqueda, la espera en
taquilla ojeando novedades de la cartelera, la entrada al vestíbulo –hay algo
místico en esos salones que huelen a palomitas y que nos engatusan con sus carteles
de nuevas películas, grupos de amigos, aseos de última hora, risas y nervios-,
la búsqueda del asiento, la visualización de los tráileres- tristemente
mancillada en la actualidad con anuncios generalistas ajenos al cine- y cómo
no, con el inicio de la película, ese primer bocado en que la cabecera de la
compañía productora nos adelanta un placer futuro con la evocación de un placer
pasado. Ir al cine como ritual, ya digo.
En
2019 contabilicé que acudí, al menos, a treinta y cinco sesiones de cine
presencial, sumando el comercial y la Filmoteca. Confieso que no era un gran
cinéfilo años atrás, fue la madurez la que me atrajo a las salas. Probablemente
fueron las oposiciones – las terribles oposiciones-, que me dejaron tan
arrasado psicológicamente para la literatura las que me llevaron a las salas. Permanecía
en mí la necesidad de conocer historias. Cine y literatura, cuando son de
calidad, son rostros artísticos que beben de la misma necesidad. Me resultaba tan
farragoso leer nada, tras tantas horas diarias estudiando, que vista y ánimo me
pedían el cambio. Dos años largos de abandono de la literatura amortiguados por
el abrazo del celuloide.
Y en
esas estaba cuando todo se fue al garete. La última película que pude ver antes
del confinamiento fue Manhattan sin
salida (2020), en los cines Yelmo de San Sebastián de los Reyes, un 22 de
febrero de 2020 junto a Pricila. Visto con perspectiva, ¡qué temeridad en aquel
momento pasar dos horas encerrado con decenas de personas en un espacio cerrado!
Y en un Madrid que, sin nosotros saberlo, ya estaba galopando en brazos de la
pandemia. Sobrecoge pensar en toda la muerte y destrucción que llegarían apenas
cuatro o cinco semanas después… En fin, la película era entretenida, sin más. Un
filme comercial sobre policías que persiguen policías, nada original, pero
suficiente para evadir pensamientos funestos en la tarde previa al examen final
en que me jugaba la plaza. Después de aquello, se acabó todo. Nos encerramos,
nos encerraron, y el bloqueo cinéfilo se añadió al literario. Para mí se
iniciaba entonces una larguísima etapa caracterizada por la espera, la
ansiedad, el bloqueo y la tensión. Fin de ciclo.
Hubo
un tímido intento por volver al cine en junio. Junto a Pricila, Javi, Estrella
y Alberto, acudimos a una reposición de clásicos de los años 80 y 90 que nos
tentó lo suficiente como para arriesgar la salud, y en los recién reformados –como
se nota el miedo a la competencia- Cines
Conquistadores de Badajoz disfrutamos viejas glorias como Jurassic Park (1993), Matrix (1999) y Batman (1989). Para el recuerdo quedará la experiencia de ser las
únicas personas en todo el centro comercial, digna de 28 días después, discusión mediante con el vigilante por…
¡sentarnos juntos a más de tres metros de distancia! De locos. En cualquier
caso, aquellas películas supusieron un buen chute de energía cinéfila,
especialmente tras tres meses de encierro, pero no suficiente. Crecieron los
contagios y con ellos, el miedo. Vuelta a casa.
Pero
en el hogar el cine no es lo mismo. No es ni por asomo la misma experiencia. Y
menos aún, entonces. Sin el ánimo adecuado, visualicé algunas películas, pero
no las disfruté como creo se merecían. En casa me mostraba como un espectador
inquieto, distraído. Se unió esa larga espera hasta tomar posesión, más de un
año de tiempo perdido en la inquietud permanente. No negaré que fueron gozosos
los pequeños balones de oxígeno del trio erótico-intelectual de amantes de los Soñadores (2003) de Bertulocci. O mi
fútil intento por comprender esa Nouvelle
Vague con Los 400 golpes (1959)
que duelen tanto de Truffaut, los enamoramientos magnéticos en la loca carrera
hacia ningún lugar de Al final de la
escapada (1960) de Godard (¡dejad de cagaros en él!) o la arrebatadora soledad
de un amor imposible de Iroshima, mon
amour (1959), de Resnais. Pero no
era suficiente. Vivir una pandemia en riguroso directo sobreinformado mientras
esperas sin final a la vista una plaza que nunca llega es psicológicamente una
tortura. Y si algo he aprendido en este año y medio, es a respetar la
fragilidad del débil equilibrio mental que nos mantiene serenos.
Volví
el pasado mayo al cine, casi un año después de aquel primer intento. Los datos
de contagios iban siendo mejores y un par de tentaciones me hicieron caer. La
primera fue la reposición de La Comunidad
del Anillo (2001) en los recién estrenados cines Yelmo de Badajoz. A la
curiosidad por la ruptura del monopolio fílmico que tuvieron los Conquistadores
desde inicios de los 2000, se unió mi deseo personal de revisualizar en
pantalla grande esa película que tanto ha significado en mi vida. Nunca deja de
sobrecogerme la oscuridad del paso de Moria, donde las espadas ya no valen.
La
segunda tentación fue mi curiosidad por regresar a la Filmoteca. El recinto ha
cambiado. Antes de la pandemia, las proyecciones se hacían en las ruinas
reformadas de los viejos Multicines
Puente Real, el cine de mi adolescencia (el de mi infancia fue el cine Menacho, que transformaron en un
Zara en la más estricta distopía neorrabiosa). Estos viejos multicines se reformaron
tras una larga década cerrados, para abrir un Centro Joven público que
reutilizó una de las viejas salas como filmoteca. Antes de la pandemia, era
raro la semana que no acudiera a alguna proyección. La pandemia los cerró, y
ahora se utilizan como centro de pruebas COVID. Como se ve, nada le queda a
esta maldita enfermedad por arrasar.
En
cualquier caso, al volver en su actividad, la Filmoteca extremeña cambió su
sede por el siempre vanguardista y siempre vacío Museo Extremeño e
Iberoamericano de Arte Contemporáneo, el MEIAC. Es un lugar mucho más
espacioso, donde cada asiento está separado del resto por otros dos. Elegí para
volver la película Un diván en Túnez (2019)
una comedia francotunecina con tintes dramáticos. Pero la sala estaba llena,
dentro de su aforo permitido. No podía evitar mirar a un lado y a otro con
inquietud. ¿He desarrollado una nueva fobia a compartir espacios comunes? Es posible.
El caso es que estuve inquieto, no disfruté del todo la película y después
sentí remordimientos. Fin del segundo regreso.
Tras
aquello, me he resignado a no ir más al cine. No creo que vuelva hasta estar
vacunado. Por ello, estoy sopesando una suscripción a la plataforma de cine filmotequico de Filmin, que no deja de
bombardearme desde hace meses con publicidad de su ciclo de Wong War-Kai. Tanto
lo ha hecho que, por mi cuenta, he empezado con su filmografía y chico, que
delicia. Chungking express (1994) y Fallen Angels (1995) son en sí mismas
–además de la misma historia/película- lo que el cuerpo me pedía ahora. Sus
historias lo son de personas solitarias-y en soledad- en un Hong Kong oscuro,
lleno de neones y decadencia. La bondad, el amor (y el humor) que desprenden ha
sido todo un gozo visual. La alocada Faye Wong es Amelié antes de Amelié, y
es imposible no enamorarse un poco de ella mientras suena California dreaming.
No
estaba tan preparado, sin embargo, para el duro golpe anímico que supuso In the mood for love (2000). Es
tremenda, toda ella. Una obra maestra desde cualquier punto de vista en que se
la mire. La historia, en el Hong Kong de los inmigrantes de los años 60, es
estéticamente abrumadora, una explosión de sensaciones, una violación para los
sentidos. La música, esa melodía llamada Yumeji
que se repite una y otra vez, recoge perfectamente todo el drama que nos cuenta
la historia. Pone los pelos de punta esa cárcel emocional de los protagonistas,
perros y apaleados, víctimas ambos de una traición sin permitirse ser
traidores, a pesar de la intensidad de los sentimientos que los invaden. Una
película magnífica a la que seguro volveré a cuenta del masoquismo emocional
que me guía, que me arrolla en el arte como si la vida diaria no fuera ya
bastante.
Acabo
aquí y me gustaría hacerlo de forma positiva, a pesar del erial pandémico. El
cine, queridos lectores, es una modalidad artística a la que todos debemos
acudir de cuando en cuando para airearnos la conciencia. Como el resto de
modalidades, nos conmueve y nos inunda. Puede desbordarnos por completo. Nos
hace preguntarnos quienes somos a través de las vidas de aquellos a los que
observamos. Como la literatura o la pintura, requiere un cierto grado de voyeurismo, y, cómo no, de intimidad.
También de fragilidad emocional, puesto que las interpretamos a través del yo,
y eso, entiéndanme, supone que no significan nada por sí mismas, sino por lo
que vemos a través de ellas. ¿No es difícil, amigos, mantenerse humano?