Antes de comenzar la universidad ni siquiera me gustaba el café. Su olor me
resultaba agradable, pero su sabor lo relacionaba con las obligaciones de la vida
adulta, a la que no me sentía pertenecer y que, por tanto, rechazaba. Sin embargo, el pasar de los años en la alta academia me habituó el gusto hasta amoldarlo a su amargura. Ahora, una década después, el café ya sí es un verdadero disfrute.
Normalmente pido café manchado, es decir, mucha leche y poco café. Es una combinación simple, pero en extremo placentera. Ahora que vivo en
Lisboa, me es imposible encontrar dicha combinación en ningún lugar. El café
aquí es amargo siempre, con un sabor más puro, pero violento para mi gusto
infantilizado.
El lugar que elijo cuando estoy en Badajoz para desayunar es uno de esos bares
que entran en la categoría de bares de señores que bajan al bar, llamado Café
Bar Europa.
Este oasis de lo real se encuentra en el mismo centro del barrio obrero de
La Paz. Su terraza siempre tiene sombra fresca por las mañanas y, en los meses
de calor -es decir, casi todos-, corre una brisa fresca en extremo agradable. A
su alrededor se agrupan varias tiendas de barrio: una frutería, un ultramarinos
-sí, existen-, una panadería, otro par de bares. Cómo en el centro de un valle,
el local está situado entre dos filas enormes de edificios de gusto arquitectónico deplorable, creados
al calor de la pura necesidad proletaria.
A fuerza de costumbre aprecio mucho el lugar, quizás por ser un espacio sin
pretensiones de ningún tipo. Sus clientes habituales son amas de casa entradas
en años, currantes en descanso de faena, jubilados varones y algún despistado
que tiene cita en el centro de salud cercano.
Sus dueños son un matrimonio de unos cincuenta y tantos. Ella es
invisible, puesto que permanece enclaustrada tras la puerta de la cocina y
jamás la he visto salir, y a él, que irradia una inmensa soledad y melancolía en sus
ojos tristes, rara vez se le ve más allá de la barra. Eso lo hacen los dos
camareros que se intercambian turnos en el servicio de terraza, siempre eficientes y
silenciosos.
Me gusta mucho la tranquilidad del lugar. Me gusta observar a su clientela,
espiar sus vidas. Me gusta su café manchado, amargo en su justa medida, sus desayunos siempre generosos y sus precios asequibles. El lugar jamás será popular, ni
tendrá página web, ni saldrá en las guías de viajes. Pero en eso
radica, pienso, su encanto. En tiempos de avance de la locura, es agradable encontrar lugares que aún poseen el espíritu
de lo real, de lo costumbrista, de lo cotidiano.