jueves, 16 de julio de 2015

Critica a "El fin de la Historia", de Fukuyama.



Este libro, en realidad un simple artículo, me era ya familiar en tanto que está constituido como una de esas referencias en el campo de la Ciencia Política que hay que conocer, pero que yo hasta ahora no había leído de primera mano. Fue a través de la recomendación expresa de Julio Abelenda, dueño y señor de la Librería Montevideo, que me decidí a adquirirlo.

Reconozco que me ha gustado. Me ha hecho pensar, y en general me gustan los libros que hacen pensar.

Leer "El fin de la historia" con la ventaja de tener casi 30 años de perspectiva histórica para reflexionar sobre lo escrito es un ejercicio interesante. El fin de la historia no significaba, como muchos malinterpretaron, el fin de la Historia misma de los acontecimientos históricos, sino el fin de la competición ideológica, a causa de la victoria global del liberalismo económico y político. 

Tras dos siglos de luchas, el liberalismo había vencido en legitimidad a los restos del absolutismo, al enorme desafío del fascismo y, en el momento de escribirse, estaba a punto de hacerlo con el comunismo. La lucha por la hegemonía ideológica de la humanidad estaba a punto de terminar. 

Uno tras otro, los grandes metarrelatos, las grandes explicaciones ideológicas de la humanidad que habían marcado la vida y la muerte de generaciones enteras se hundían cómo un castillo de naipes para quedar relegadas a una realidad menor de pequeños países periféricos y nostálgicos desarraigados, mientras el liberalismo se autoproclamaba único vencedor, vencedor absoluto de la lucha de las ideologías.

Desde la perspectiva que da el tiempo, Fukuyama acertó en casi todo. Principalmente en que, una vez abandonado el socialismo real en la Unión Soviética, y adoptado el capitalismo en China, no existían ya países-faro para la propugnación de ideologías alternativas. 

Esto es cierto. En estos casi 30 años, ningún sistema ideológico ha sido capaz de plantear una alternativa seria al liberalismo, y los únicos desafíos, el nacionalismo y el integrismo islámico, no son más que incordios temporales de reaccionarios que carecen de ninguna fuerza más allá de las fronteras de su bandera o de quienes nacieron bajo el islam. La victoria del liberalismo, por tanto, es total.

Francis Fukuyama.
Es sobrecogedor leer los cambios que anunció Fukuyama. De cómo la importancia en la vida de las persona se desplazaría desde la lucha ideológica hasta el puro consumismo, de cómo la forma en que se rige la vida humana pasaría de las ideas al frío cálculo matemático de la búsqueda de la eficiencia técnica. Del hombre al robot, de lo pasional a lo racional. No puede uno dejar de pensar en cómo se actua en estos tiempos de Troikas. Ni en que ni siquiera en aquellos países donde están creciendo movimientos que cuestionan el liberalismo económico se cuestiona la raíz del sistema. 

El liberalismo está ya anclado en nuestra conciencia colectiva cómo la única posibilidad real que permite el buen desarrollo humano. A lo sumo, se nos ofrecen modulaciones del liberalismo, un poco más o un poco menos, pero liberalismo al fín.

Acabo con una reflexión personal. Creo que quizás, el único enemigo real hoy en día del liberalismo, por paradójico que pueda resultar, es el propio liberalismo. La imposibilidad que parece mostrar para controlar el crecimiento de las desigualdades y un medianamente justo reparto de la riqueza. La desigualdad pone a grandes capas de la sociedad en su contra, y a largo plazo, estas masas pueden acabar volviéndole la espalda.

Por ello, la rama liberal económica (que no política, que sí ha resultado imbatible en todos los aspectos: democratización del voto, derechos de mujeres, de homosexuales, de respeto a minorías...) haría bien en buscar el control urgente de las desigualdades que el sistema genera, que son su principal fuente de deslegitización, y que incluso el presidente Obama señaló muy acertadamente en su discurso de investidura como "el gran problema de nuestro tiempo".

jueves, 9 de julio de 2015

Crítica de "París era una fiesta", de Hemingway.



Las pasadas navidades decidí regalarme París era una fiesta, un libro de Hemingway que básicamente es una recopilación póstuma de relatos cortos sobre su vida en el París de postguerra de los años 20. 

Elegí una edición de la editorial Lumen que me pareció muy atractiva, ya que presentaba una encuadernación de gran calidad y una portada vistosa (además de un precio alto), pero que resultó tener un traductor muy malo cuyo nombre no revelaré por escrito, pero que tuvo los huevos de poner su nombre en la mismita portada junto al del Hemingway. Hasta que no vi traducido "cool guy" como "tío frio"  no me convencí de que no eran piruetas literarias de Hemingway que yo no estaba comprendiendo sino simples faltas de traducción.

Pasando por alto esto, el libro me parece curioso por varios motivos.

El primero es porque Hemingway relata en varias ocasiones su rutina diaria de escritor, consistente básicamente en buscar un café donde pasar la mañana o la tarde escribiendo en algún cuaderno, con la esperanza de no ser molestado. Puro postureo, pero de divertida lectura habida cuenta de los personajes que encuentra en los cafés.

En segundo porque en sus años parisinos, Hemingway y su mujer se cruzaron con lo más selecto de los artistas de la belle époque: Gertrude Stein y su noviamiga, Scott Fitzgerald y la loca de Zelda, Picasso, Ezra Pound... Para mi, las relaciones con Stein y con Fitzgerald son las más interesantes de leer, suponiendo que algo de lo que se cuente sea real.

El tercero es por las curiosas pequeñas anécdotas que se cuentan. La más interesante, cuya veracidad está comprobada históricamente, es la del robo de todos y cada uno de los relatos que Hemingway había escrito hasta la fecha, la famosa maleta robada en la estación. Sentí bastante lástima al leerlo, y se nota un punto disimulado de amargura en el relato. Al fín y al cabo, Hemingway era un macho alfa y nunca se mostraba débil, ni siquiera en la ficción relatada. Pero es fácil imaginar la frustración que puede provocar a un escritor perder para siempre toda su obra. Al leerlo, pensé que nunca se sabe, que quizás algún día aparecería en algún sótano en una caja olvidada, pero siendo sinceros, con toda probabilidad están perdidos para siempre.

En definitiva, un buen libro para leer sin más pretensiones que el propio entretenimiento. Es un relato con la suficiente ligereza para no aburrir al lector, aunque tampoco termina de ser una de esas historias que atrapan. No hace falta tener que releerlo si se deja a la mitad por unos meses. Es un buen libro para leer en los ratos libres si vas de vacaciones a la playa.

Nota: Le doy un 6 sobre 10. Bajo puntuación por la pésima traducción, una pena dada la calidad de la encuadernación, que sí es sobresaliente.

miércoles, 8 de julio de 2015

Capítulo 2 – Manchester, primer contacto.




Salió el día bueno en Manchester.
En Manchester siempre llovía. No importaba en qué mes del año estuviera uno, ni si el día había empezado soleado. La lluvia siempre hacía su aparición tarde o temprano. Tampoco es que fuera una lluvia insoportable. Con el paso del tiempo incluso acabé encontrándole cierto encanto bucólico. Era suave, plomiza, triste. Cada día era un día gris por su causa. Salvo en el invierno profundo, en que la cosa del llover se puso bastante más seria, el resto fue siempre así, cómo un pensamiento en el que no quieres entrar en profundidad pero que siempre está ahí.


A la ciudad llegué el día 16 de Agosto de 2013, a la hora de la comida para mí, pero a la hora final de la tarde para ellos. El atardecer, si es que se le puede llamar así, era gris invernal, en contraste con el sol y el calor de verano de Madrid, de donde había salido mi avión apenas tres horas antes. Allí había dejado a mis padres, que tuvieron la amabilidad de llevarme hasta el aeropuerto desde Badajoz.


Mi inglés era muy pobre por aquel entonces, poco más que el aprendido en un cutre bachillerato diez años antes, algunos cursos sueltos, y mi voluntad de estudio de los meses anteriores. Por eso, al pisar suelo inglés con mi maleta, no me atreví a montarme en el tren que llevaba del aeropuerto hasta el centro en 15 minutos. Tenía miedo a pasarme de estación y perderme. Preferí lo seguro, un autobús de la compañía Stagecoach que tardaba unos 50 minutos en llegar al centro, pero que me ofrecía a cambio un primer vistazo de los barrios periféricos del sur de la ciudad.


Debo decir que esta era la primera vez que viaja al Reino Unido, y también la primera vez que viajaba sólo a otro país. Lógicamente me sentía bastante inquieto, y cómo venía cargado de consejos y advertencias, estaba nervioso temiendo que pudieran robarme o que me metiera donde no debía.


Recuerdo esos primeros momentos allí como bastante angustiosos. Me sentía parte de la tragedia colectiva de mi generación.  Siendo sincero, a día de hoy aún no tengo totalmente claros los motivos exactos que me llevaron a tomar el avión e irme de esa manera tan lanzada a lo desconocido.

Supongo que fue un poco de todo: sensación de frustración conmigo mismo y con mi tiempo, la posibilidad real de vivir nuevas aventuras, de aprender un idioma que no sabía, la leyenda entre los jóvenes de que con esfuerzo se podía lograr una vida digna allí… (Nota: nótese qué ingenuo era entonces)


No hubo un motivo concreto, hubo muchos. Fuera como fuera, allí estaba. Sólo, en un país desconocido, con una maleta llena de sueños (cursi, pero real) y sin tener ni puta idea del idioma. Con la perspectiva que da el tiempo, no sé como tuve valor o la ingenuidad para hacerlo. Son esas cosas que sólo la juventud puede explicar.


Miles y miles de casas así. Precioso.
Sentado en la parte trasera del autobús vi pasar mis primeras imágenes de cómo era Manchester. Y no me gustó, no era lo que esperaba. En mi imaginación, Inglaterra estaba compuesta de barrios bonitos y gente bien educada. La realidad que encontré eran inmensas zonas residenciales de casas de ladrillo rojo oscuro sin un alma en la calle, suciedad oscura, arquitectura horrible, gentes de pintas extrañas definitivamente alejados de mi imagen de los ingleses. Según avanzaba el autobús se me encogía el corazón al ver pasar barrios dignos del mejor aparheid: de ingleses adinerados, de negros traficantes, de pakistaníes de tiendas de kebabs… En ese primer momento sentí que había cometido un gran error al elegir esta ciudad. Estaba viendo uno tras otro los barrios más pobres y degradados de Manchester. Con el tiempo acabé conociéndomelos tan bien como mi ciudad de origen, y acabé cogiéndoles gusto, pero aquel primer día el shock fue muy grande, y sentí gran angustia.


Plaza de Picadilly Gardens a mi llegada.
El centro me gustó más porque me recordaba más a lo que yo entendía hasta ese momento por una ciudad grande normal. El autobús me dejó en Picadilly Gardens, la enorme plaza central de Manchester, un lugar lleno de vida y gente, de tranvías, autobuses, grandes almacenes, y en definitiva, de lo normal en una gran ciudad europea. Arrastrando mi maleta me guié como pude hasta el hostal donde tenía reservada una habitación para cuatro noches.


El lugar se llamaba Hilton Chambers, y estaba situado en el 15 de Hilton Street, a unos cinco minutos en linea recta de Picadilly. Se llamaba Hilton por el nombre de la calle, y lo aclaro porque algunos despistados lo confundían con los de la lujosa cadena de hoteles. Pertenecía a una cadena de hostales llamada Hatters, que poseían otro hostal cercano, y que con el tiempo llegué a conocer demasiado bien.


El hostal estaba situado en pleno barrio de Northern Quarter, el barrio céntrico más bohemio, cultural y hipster de todo el centro de Inglaterra. Era una zona muy interesante, llena de comercios y de cafés de pintas a cual más extraña. Se podría decir que cada local competía con el de al lado en destacar en este aspecto. Hablaré mas en el futuro, por ahora baste decir que es un barrio de edificios de 5 o 6 plantas provenientes del pasado industrial de Manchester, es decir, realizados con los famosos ladrillos rojo oscuro.


Al llegar al hostal, intenté usar mis pobres lecciones de inglés para hacerme entender como pude por la guapa recepcionista polaca, Martina, que en verdad no me entendió porque no quiso, dado que luego supe que hablaba español perfectamente. Era la primera vez que me veía obligado a hacerme entender en inglés para algo más o menos serio, y recuerdo que intentaba hablar y me salían frases a cual peor construida, y del agobio no paraba de sudar.


Mi habitación tenía buenas vistas y mucha mierda.
La habitación que había reservado era pequeña y cutre, y ciertamente no estaba muy seguro de si la habrían limpiado o no, aunque polvo no tenía. Deduje, correctamente, que ese debía ser el estándar inglés de limpieza, lo que nosotros llamaríamos un hostal de tercera división: suciedad y ruido.


Debían ser sobre las 5 de la tarde pasadas, que para mí horario español era la hora de despertarme de la siesta, pero que para allí era la hora de cerrar los comercios. Dejé las cosas en mi cuarto, y salí a familiarizarme un poco con la zona con un mapita de propaganda que me habían dado al llegar al hostal.


Ya estaba yo un poco triste, pero el ver los negocios cerrar tan temprano me puso aún más triste. Era como si me hubiera ido a un sitio donde todo era hostil, y la sensación de haberme sentido cómo un niño de 4 años tratando torpemente de hablar con la recepcionista no ayudaba.


No sé cuánto tiempo caminé aquella tarde, quizás un par de horas, quizás mas. Recorrí en un paseo nocturno, contemplando las tiendas cerradas, todo la zona más próxima a mi hostal, hasta llegar al rio. En algún momento me entró hambre, y cené algo en algún sitio de comida rápida que no recuerdo bien, y ya bien entrada la noche volví al hostal.


La señal de internet no llegaba a mi cuarto, así que fui a la sala común para clientes del hostal con mi portátil, y me puse a adelantar algo del trabajo que tenía para los días siguientes: encontrarme piso. Pasé un par de horas más lápiz y libreta en mano, apuntando números de teléfono de anuncios de habitaciones por los barrios periféricos que tan poco me habían gustado al venir, pero que eran los que me podía permitir.


Sobre las 10 y media de la noche volví a mi habitación y puse la televisión un rato. Sólo entendía más o menos bien las noticias de la BBC, que daban en un inglés muy sencillo, así que las dejé puestas para hacerme el oído, mientras trataba de pensar un poco en cómo organizarme para la multitud de cosas que tenía que hacer en los días siguientes. Tenía una libretita Moleskine de color negro que me había regalado tiempo atrás Doncel, en la que había ido apuntando desde meses antes todas esas cosas que me podían ser útiles: líneas de autobús, nombre de los barrios (y si eran o no recomendables), teléfonos de taxis, del hostal, de un número de citas para la seguridad social que necesitaba tener… en fin, esas cosas que uno necesita tener a mano al emigrar.


Llamé a mis padres un rato, y comenté que había hecho un buen viaje, y que me había gustado mucho todo lo que había visto, con todo el entusiasmo del que fui capaz. Sabía que estaban bastante tristes y preocupados, así que traté de poner mi mejor voz para que no sintieran pena por mí, y que pensaran que estaba pasándolo bien.


Al colgar me sentí un poco mejor, y cómo tenía tanto cansancio acumulado, no tardé mucho en quedarme dormido. Había salido de casa sobre las 5 de la mañana, y aunque aún era temprano para mis estándares de sueño, el cansancio pudo conmigo. Por un día había tenido bastante. Mañana sería otro día.

martes, 7 de julio de 2015

Capitulo 1 - Breve radiografía de mi experiencia lectora


Mi historia con los libros es, a decir verdad, una historia discontinua. Es pretensión de estas lineas pintar algunos trazos de la misma, porque en estos días en que vuelvo a escribir, deseo recordar a grandes rasgos mi relación con la lectura, que es la madre de mi relación con la escritura.

De niño era un gran lector de libros y de comics. Gracias a que mi familia era socia del Círculo de Lectores, leí en mi infancia muchas de esas colecciones clásicas para críos, como la colección de historias del Barco de Vapor, la colección de libros de Pesadillas, u otras colecciones que por su calidad inferior se han perdido en mi memoria. 

Lo cierto es que me gustaba leer, y esto era probablemente lo mejor que un niño aburrido podía hacer en aquellas tardes inacabables de los años 90, cuando ni internet, ni los móviles, ni los entretenimientos electrónicos que hoy nos abruman existían. Las horas parecían entonces durar el doble.


Los libros me llevaron a los comics. Me inicié, como todo buen crio de este país, con las aventuras clásicas de tebeo de Mortadelo y Filemón, y de ellas pasé pronto a otras de la antigua editorial Bruguera que por algún motivo andaban por mi casa o por la de mis abuelos, tales como Anacleto Agente Secreto, 13 Rue del Percebe o Rompetechos. Quiero recordar que estos me llevaron a descubrir a Asterix, y este a su vez a Tintín. 

Quizás aún era muy pequeño para comprender bien las aventuras Tintín, pues aún debía tener unos 7 u 8 años, o menos. Pero recuerdo que Tintín me fascinó mucho, y lo que más me gustaba sin duda era la claridad de los dibujos, la belleza de la simplicidad de las líneas. Al contrario que nuestros comics patrios, Tintín poseía una elegancia natural que hacían los comics verdaderos disfrutes visuales. Las Joyas de la Castafiore fue el primero, pero vendrían muchos más. El que más me gustaba se llamaba Objetivo: la Luna.
 
La preadolescencia me llevó a libros y comics más maduros. Recuerdo empezar a leer algunos de los libros de la biblioteca de mi padre, aunque he perdido el recuerdo de la mayoría con el tiempo. Sí recuerdo una cierta frustración con la inmensa biblioteca que teníamos en casa, porque eran libros cuyos argumentos no me parecían demasiado interesantes, salvo con excepciones contadas. Eran en su mayoría una mezcla de clásicos de siempre con best sellers de los años 80. Me recuerdo a mí mismo mirando uno tras otro las portadas de los mismos libros, buscando algo interesante que leer, sin mucho éxito en general. 

Hubo dos excepciones que me marcaron. Encontré varios tomos sueltos de las Aventuras de Sherlock Holmes. Los empecé a leer con mucho excepticismo, pero pronto las aventuras de Holmes y Watson me conquistaron por completo. 

Me encantaban. Me parecían historias simpáticas y encantadoras y por ello en varias ocasiones las volví a leer. Además, dos o tres años después encontré que mi buen amigo Ricardo tenía en su casa la colección completa de Holmes, un viejo recopilatorio en tres o cuatro tomos de todas y cada una de las historias, y gracias a su préstamo pude encontrarme con muchas más historias del detective más famoso de la historia de la literatura, y meterme en su mundo de lleno. En esa época, sobre los 13 o 14 años, evadía así mi aburrida existencia, consistente en general en poco más que asistir a clases que me aburrían hasta el hastió, salir a caminar por Badajoz, y combinar la lectura de Holmes con algún libro de Harry Potter ocasional, y con la compra semanal de comics.

En los comics me pasé definitivamente a los norteamericano. Encontraba fascinantes las aventuras recopiladas en tomos azules y rojos del Spiderman de MacFarlane, un Spiderman maduro que se movía en telaraña por el oscuro y peligroso Nueva York de finales de los 80. Quizás fue en esta época donde empecé a amar los skylines de grandes ciudades, las imágenes de rascacielos, de luces a lo lejos, de carreteras llenas de gente que vuelve a casa cansada del trabajo. Cuando uno vive en su vida diaria en Badajoz y en su imaginación en Nueva York, las comparaciones son odiosas. Admiraba con especial atención las historias de Veneno, un periodista opuesto a Peter Parker que había acabado poseyendo el traje oscuro alienígena de Spiderman, y que básicamente tenía sus mismos poderes, pero más fuerza.

Veréis, la historia de Spiderman es muy interesante para un adolescente o preadolescente que tenga, como tenía yo, ciertos problemas de socialización, porque el personaje de Peter Parker, alter ego del superhéroe, era básicamente un chaval marginado en el instituto, al que los matones hacían bulling, y que llevaba una especie de doble existencia. Los lectores de comics también llevábamos esa doble existencia, pues en mi caso, además de lector, era dibujante amateur de historias de comics, afición que acabó drásticamente con el fin del instituto. Sí, pasé muchas, muchas horas con Spiderman en aquellos años.
En el instituto, mi afición a los comics y otras rarezas me había convertido desde pronto en un chico raro. En aquel entonces, no se había popularizado la palabra friki, que hoy muchos llevan con cierto orgullo, y que, ahora sí, ha sido aceptada con bondad por la sociedad. En aquellos entonces a los adolescentes con mis gustos se nos llamaba flipados de forma despectiva, porque se entendía que estábamos flipados con los comics. Los flipados éramos tratados con mucho desprecio por los chicos y chicas que hacían cosas "normales", y éramos como una especie de niños gilipollas que dedicaban su tiempo a estupideces con quien nadie quería relacionarse mucho, no fuera que se contagiase. Para ser un chico normal había que hacer cosas normales, y en el Badajoz de aquella época lo normal era jugar y ver partidos de futbol, ser hincha de un equipo, saberse el himno y la alineación, e intentar ligar con chicas, cosas que personalmente me importaban un carajo en aquella época, y que en los respectivo al fútbol, desde muy pronto me negué a participar en la catarsis colectiva.

Mi adolescencia pura la inauguró 1984 de Orwell. Encontré una edición de bolsillo de esas que regalan ocasionalmente con algún periódico, y por recomendación de mi padre la leí. He de reconocer que durante la lectura sufrí bastante, y todo el camino, del principio al fin del libro, lo hice con un agobio terrible. Cuando al fín lo acabé quedé marcado en pensamientos e ideas por el relato. Me había impresionado todo de tal manera, que al acabar investigué mucho sobre el autor y sobre la obra, ya en los inicios de la era de internet. El totalitarismo había hecho su primera aparición en mi vida, y estaría muchos años después siendo objeto de mi interés, hasta el día de hoy, en el que tengo cientos de páginas de notas y anotaciones que espero algún día tener el tiempo y la habilidad de poner en orden para formar un libro.

Por esta época o un poco antes, es decir, en los primeros años de la década del 2000, vi en el cine la película de X-Men, y mi padre, principal incitador de mi afición a la lectura, me regaló un par de días después, movido supongo por la excitación que me había provocado, el primer número de una colección de fascículos recopilatorios de historias de la Patrulla X de los años 50 o 60. De repente, otro nuevo mundo de superhéroes americanos aparecían ante mí, y con el tiempo me acabaron gustando tanto como antes lo habían hecho las aventuras de Spiderman.

Los X-Men marcaron tanto mi adolescencia porque básicamente era una historia sobre chavales que tenían mi edad y que por un tipo de mutación genética que se les desarrollaba en la adolescencia, y sobre la cual no tenían control sobre si querían o no tenerla, acababan siendo maltratados y vejados por una sociedad a la que ansiaban pertenecer con plenos derechos. Contado así, no es ilógica esa relación que muchos dicen que existe entre la lectura de comics de X-Men y la homosexualidad o bisexualidad del lector, pues es de dominio público que los mutantes son al mundo de los comics lo que la homosexualidad al mundo real, algo que uno tiene y siente, que intenta ocultar por miedo al rechazo social, pero que acaba mostrándose de manera muchas veces traumática, porque al fin y al cabo, es parte de lo que uno es.

Por este entonces me introduje ya sí en un tipo de literatura un poco más seria. Leí muchos de los libros de mi padre, y descubrí la maravilla que es poseer una tarjeta de lector en la Biblioteca. Autores como Cela, que me trastornó con su familia de Pascual Duarte o su Colmena, Cicerón y sus alegatos contra Catilina, Julio Cesar y sus relatos sobre la Guerra de las Galias y la Guerra Civil, Max Gallo y su Napoleón Bonaparte... Empecé a disfrutar mucho leyendo biografías de algunos de los grandes líderes políticos y militares de la historia. Me fascinaba mucho la historia romana, quizás porque en aquel entonces mis actitudes políticas hacían una tímida aparición adolescente, y me impresionaban mucho las historias de grandeza y de poder, supongo que por el contraste con la vida de adolescente outsider.

Por algún motivo que no comprendo del todo, entre mis 16-17 años y mis 19-20 dejé de leer con la misma asiduidad. Creo que debió ser porque al fin, tras años de tiras y aflojas, conseguí tener internet en casa. Y bueno, aquello trastornó mi vida por completo, pues era un mundo nuevo e increíble para mí al alcance de mi mano. Lo podía tener todo: películas, series, comics, foros, pornografía, fotos... El universo de internet se me apareció como un agujero negro para mi tiempo libre.

No fue hasta la universidad, concretamente a partir de algún punto indefinido entre 2º y 3º , cuando retomé con fuerza el hábito de la lectura. Pienso que fue porque en aquellos tiempos acudía con mucha asiduidad a unas tertulias improvisadas que se organizaban en el comedor universitario a la hora de comer entre un reducido círculo de alumnos y profesores, tertulias a las que yo asistía con interés pero sin la fuerza cultura que da tener un bagaje sólido. El mio era más bien errático y por ello me cohibía bastante dar mi opinión a un grupo de gente tan cultivada, más cuando solían afirmar sus opiniones con una firmeza de la que yo carecía en aquel entonces, por lo que decidí que mejor era escuchar y callar. La ahora evidente falta de cultura que tenía me lanzó con gran interés a paliarla a fuerza de leer. Por eso, de no leer casi nada pasé a leer 35 o 40 libros al año, aparte de los que leía por la universidad.

Leía de todo, pero por las notas que conservo, eran sobretodo libros históricos o de política, que empezó a ser objeto de mi interés. Las notas las conservo gracias a María Lanzas, que en aquella época me introdujo a Bukowski, y a las libretas Moleskine, una de las cuales me regaló, y uso desde entonces para anotar los libros que consigo terminar cada año.

A partir de aquí comenzó mi época dorada como lector. Leí el Conde de Montecristo, todo Bukowski, algo de Dostoievski, algo de Kafka, de Pessoa, todo lo bueno y parte de lo malo de Hemingway, al sinvergüenza de Ignatius de Toole, la broma sin gracia de Kundera, al cabrón de Ripley en tres de sus cuatro cabronadas, mucho de política e historia, los primeros libros del detective Pepe Carvalho, la Perla de Steinbeck o el desgarrador grito de furia juvenil de Galeano abriéndose las venas a sí mismo y a toda América latina.
En mi segunda época univesitaria en Granada, estudiando Políticas, amé tanto la biblioteca de la Facultad de Ciencias Polticas, llena de libros y libros de mi total interés, que por una vez creo que encontré un sitio donde era absolutamente feliz sólo con cruzar la puerta. Todas las semanas sacaba un par de libros, y pasaba horas y horas leyendo sobre política, personajes históricos, ideologías, sistemas políticos, revoluciones, ... Mis lecturas esos años se derivaron sin remedio a la monotemática política, aparcando la literatura propiamente dicha y debí hacerme allí discípulo de Arendt, de Shapiro, de Linz, y de muchos muchos más que ocuparon la mayor parte de mis tardes y de mis noches granadinas, al menos hasta que me eché novia los últimos meses.

En el comic alcancé también la madurez. Olvidé los comics-books, salvo pecados puntuales cómo los Ultimate X-Men, y pasé a las grandes historias del comic moderno: los ratones oscuros del Maus de Spiegelman, las vidas cruzadas de los Adolfs de Tezuka, el Pyongyang absurdo sin límite de Guy Delisde, o los clásicos de batman cómo El Caballero Oscuro y Año Uno de Frank Miller. Pero  a decir verdad, el comic pasó a un segundo o tercer plano de mi vida, por lo que la selección fue muy limitada.

He de admitir que en estos últimos años he dejado de anotar los libros que leo. Quizás sea porque me he visto incapaz de tener el tiempo libre suficiente para vivirlos de principio a fin. Quizás porque la comodidad de lectura de Kindle me hizo perezoso. Debo tener, y no exagero, cincuenta o sesenta libros en mi cuarto empezados pero nunca acabados, algunos tan interesantes como la Anatomía del Amor de Fisher o la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi, ambos regalados por Juan Antonio Doncel. Supongo que hay libros que exigen cierta dedicación en exclusiva, y hasta cierto estado de ánimo. No oculto que me frustra un poco esta situación, porque con tal carga de libros inconclusos, muchos sé que nunca los acabaré, y yo soy muy de acabar las cosas que empiezo. 

Cómo ahora, que acabo esta incompletísima radiografía de mi experiencia lectora. Quedo mucho atrás, como mis esfuerzos por leer libros en inglés cuando vivía en Manchester, o mis maratones típicos veraniegos, pero en fin, esto es sólo una borrosa fotografía aérea, y este artículo no más que aquella escena de Lost in Translation en que el perplejo Bill Murray escucha atónito del director de su anuncio una retahíla interminable de frases en japonés que un traductor resumía en tres palabras, es decir, un resumen, de un resumen, de un resumen.

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