martes, 7 de julio de 2015

Capitulo 1 - Breve radiografía de mi experiencia lectora


Mi historia con los libros es, a decir verdad, una historia discontinua. Es pretensión de estas lineas pintar algunos trazos de la misma, porque en estos días en que vuelvo a escribir, deseo recordar a grandes rasgos mi relación con la lectura, que es la madre de mi relación con la escritura.

De niño era un gran lector de libros y de comics. Gracias a que mi familia era socia del Círculo de Lectores, leí en mi infancia muchas de esas colecciones clásicas para críos, como la colección de historias del Barco de Vapor, la colección de libros de Pesadillas, u otras colecciones que por su calidad inferior se han perdido en mi memoria. 

Lo cierto es que me gustaba leer, y esto era probablemente lo mejor que un niño aburrido podía hacer en aquellas tardes inacabables de los años 90, cuando ni internet, ni los móviles, ni los entretenimientos electrónicos que hoy nos abruman existían. Las horas parecían entonces durar el doble.


Los libros me llevaron a los comics. Me inicié, como todo buen crio de este país, con las aventuras clásicas de tebeo de Mortadelo y Filemón, y de ellas pasé pronto a otras de la antigua editorial Bruguera que por algún motivo andaban por mi casa o por la de mis abuelos, tales como Anacleto Agente Secreto, 13 Rue del Percebe o Rompetechos. Quiero recordar que estos me llevaron a descubrir a Asterix, y este a su vez a Tintín. 

Quizás aún era muy pequeño para comprender bien las aventuras Tintín, pues aún debía tener unos 7 u 8 años, o menos. Pero recuerdo que Tintín me fascinó mucho, y lo que más me gustaba sin duda era la claridad de los dibujos, la belleza de la simplicidad de las líneas. Al contrario que nuestros comics patrios, Tintín poseía una elegancia natural que hacían los comics verdaderos disfrutes visuales. Las Joyas de la Castafiore fue el primero, pero vendrían muchos más. El que más me gustaba se llamaba Objetivo: la Luna.
 
La preadolescencia me llevó a libros y comics más maduros. Recuerdo empezar a leer algunos de los libros de la biblioteca de mi padre, aunque he perdido el recuerdo de la mayoría con el tiempo. Sí recuerdo una cierta frustración con la inmensa biblioteca que teníamos en casa, porque eran libros cuyos argumentos no me parecían demasiado interesantes, salvo con excepciones contadas. Eran en su mayoría una mezcla de clásicos de siempre con best sellers de los años 80. Me recuerdo a mí mismo mirando uno tras otro las portadas de los mismos libros, buscando algo interesante que leer, sin mucho éxito en general. 

Hubo dos excepciones que me marcaron. Encontré varios tomos sueltos de las Aventuras de Sherlock Holmes. Los empecé a leer con mucho excepticismo, pero pronto las aventuras de Holmes y Watson me conquistaron por completo. 

Me encantaban. Me parecían historias simpáticas y encantadoras y por ello en varias ocasiones las volví a leer. Además, dos o tres años después encontré que mi buen amigo Ricardo tenía en su casa la colección completa de Holmes, un viejo recopilatorio en tres o cuatro tomos de todas y cada una de las historias, y gracias a su préstamo pude encontrarme con muchas más historias del detective más famoso de la historia de la literatura, y meterme en su mundo de lleno. En esa época, sobre los 13 o 14 años, evadía así mi aburrida existencia, consistente en general en poco más que asistir a clases que me aburrían hasta el hastió, salir a caminar por Badajoz, y combinar la lectura de Holmes con algún libro de Harry Potter ocasional, y con la compra semanal de comics.

En los comics me pasé definitivamente a los norteamericano. Encontraba fascinantes las aventuras recopiladas en tomos azules y rojos del Spiderman de MacFarlane, un Spiderman maduro que se movía en telaraña por el oscuro y peligroso Nueva York de finales de los 80. Quizás fue en esta época donde empecé a amar los skylines de grandes ciudades, las imágenes de rascacielos, de luces a lo lejos, de carreteras llenas de gente que vuelve a casa cansada del trabajo. Cuando uno vive en su vida diaria en Badajoz y en su imaginación en Nueva York, las comparaciones son odiosas. Admiraba con especial atención las historias de Veneno, un periodista opuesto a Peter Parker que había acabado poseyendo el traje oscuro alienígena de Spiderman, y que básicamente tenía sus mismos poderes, pero más fuerza.

Veréis, la historia de Spiderman es muy interesante para un adolescente o preadolescente que tenga, como tenía yo, ciertos problemas de socialización, porque el personaje de Peter Parker, alter ego del superhéroe, era básicamente un chaval marginado en el instituto, al que los matones hacían bulling, y que llevaba una especie de doble existencia. Los lectores de comics también llevábamos esa doble existencia, pues en mi caso, además de lector, era dibujante amateur de historias de comics, afición que acabó drásticamente con el fin del instituto. Sí, pasé muchas, muchas horas con Spiderman en aquellos años.
En el instituto, mi afición a los comics y otras rarezas me había convertido desde pronto en un chico raro. En aquel entonces, no se había popularizado la palabra friki, que hoy muchos llevan con cierto orgullo, y que, ahora sí, ha sido aceptada con bondad por la sociedad. En aquellos entonces a los adolescentes con mis gustos se nos llamaba flipados de forma despectiva, porque se entendía que estábamos flipados con los comics. Los flipados éramos tratados con mucho desprecio por los chicos y chicas que hacían cosas "normales", y éramos como una especie de niños gilipollas que dedicaban su tiempo a estupideces con quien nadie quería relacionarse mucho, no fuera que se contagiase. Para ser un chico normal había que hacer cosas normales, y en el Badajoz de aquella época lo normal era jugar y ver partidos de futbol, ser hincha de un equipo, saberse el himno y la alineación, e intentar ligar con chicas, cosas que personalmente me importaban un carajo en aquella época, y que en los respectivo al fútbol, desde muy pronto me negué a participar en la catarsis colectiva.

Mi adolescencia pura la inauguró 1984 de Orwell. Encontré una edición de bolsillo de esas que regalan ocasionalmente con algún periódico, y por recomendación de mi padre la leí. He de reconocer que durante la lectura sufrí bastante, y todo el camino, del principio al fin del libro, lo hice con un agobio terrible. Cuando al fín lo acabé quedé marcado en pensamientos e ideas por el relato. Me había impresionado todo de tal manera, que al acabar investigué mucho sobre el autor y sobre la obra, ya en los inicios de la era de internet. El totalitarismo había hecho su primera aparición en mi vida, y estaría muchos años después siendo objeto de mi interés, hasta el día de hoy, en el que tengo cientos de páginas de notas y anotaciones que espero algún día tener el tiempo y la habilidad de poner en orden para formar un libro.

Por esta época o un poco antes, es decir, en los primeros años de la década del 2000, vi en el cine la película de X-Men, y mi padre, principal incitador de mi afición a la lectura, me regaló un par de días después, movido supongo por la excitación que me había provocado, el primer número de una colección de fascículos recopilatorios de historias de la Patrulla X de los años 50 o 60. De repente, otro nuevo mundo de superhéroes americanos aparecían ante mí, y con el tiempo me acabaron gustando tanto como antes lo habían hecho las aventuras de Spiderman.

Los X-Men marcaron tanto mi adolescencia porque básicamente era una historia sobre chavales que tenían mi edad y que por un tipo de mutación genética que se les desarrollaba en la adolescencia, y sobre la cual no tenían control sobre si querían o no tenerla, acababan siendo maltratados y vejados por una sociedad a la que ansiaban pertenecer con plenos derechos. Contado así, no es ilógica esa relación que muchos dicen que existe entre la lectura de comics de X-Men y la homosexualidad o bisexualidad del lector, pues es de dominio público que los mutantes son al mundo de los comics lo que la homosexualidad al mundo real, algo que uno tiene y siente, que intenta ocultar por miedo al rechazo social, pero que acaba mostrándose de manera muchas veces traumática, porque al fin y al cabo, es parte de lo que uno es.

Por este entonces me introduje ya sí en un tipo de literatura un poco más seria. Leí muchos de los libros de mi padre, y descubrí la maravilla que es poseer una tarjeta de lector en la Biblioteca. Autores como Cela, que me trastornó con su familia de Pascual Duarte o su Colmena, Cicerón y sus alegatos contra Catilina, Julio Cesar y sus relatos sobre la Guerra de las Galias y la Guerra Civil, Max Gallo y su Napoleón Bonaparte... Empecé a disfrutar mucho leyendo biografías de algunos de los grandes líderes políticos y militares de la historia. Me fascinaba mucho la historia romana, quizás porque en aquel entonces mis actitudes políticas hacían una tímida aparición adolescente, y me impresionaban mucho las historias de grandeza y de poder, supongo que por el contraste con la vida de adolescente outsider.

Por algún motivo que no comprendo del todo, entre mis 16-17 años y mis 19-20 dejé de leer con la misma asiduidad. Creo que debió ser porque al fin, tras años de tiras y aflojas, conseguí tener internet en casa. Y bueno, aquello trastornó mi vida por completo, pues era un mundo nuevo e increíble para mí al alcance de mi mano. Lo podía tener todo: películas, series, comics, foros, pornografía, fotos... El universo de internet se me apareció como un agujero negro para mi tiempo libre.

No fue hasta la universidad, concretamente a partir de algún punto indefinido entre 2º y 3º , cuando retomé con fuerza el hábito de la lectura. Pienso que fue porque en aquellos tiempos acudía con mucha asiduidad a unas tertulias improvisadas que se organizaban en el comedor universitario a la hora de comer entre un reducido círculo de alumnos y profesores, tertulias a las que yo asistía con interés pero sin la fuerza cultura que da tener un bagaje sólido. El mio era más bien errático y por ello me cohibía bastante dar mi opinión a un grupo de gente tan cultivada, más cuando solían afirmar sus opiniones con una firmeza de la que yo carecía en aquel entonces, por lo que decidí que mejor era escuchar y callar. La ahora evidente falta de cultura que tenía me lanzó con gran interés a paliarla a fuerza de leer. Por eso, de no leer casi nada pasé a leer 35 o 40 libros al año, aparte de los que leía por la universidad.

Leía de todo, pero por las notas que conservo, eran sobretodo libros históricos o de política, que empezó a ser objeto de mi interés. Las notas las conservo gracias a María Lanzas, que en aquella época me introdujo a Bukowski, y a las libretas Moleskine, una de las cuales me regaló, y uso desde entonces para anotar los libros que consigo terminar cada año.

A partir de aquí comenzó mi época dorada como lector. Leí el Conde de Montecristo, todo Bukowski, algo de Dostoievski, algo de Kafka, de Pessoa, todo lo bueno y parte de lo malo de Hemingway, al sinvergüenza de Ignatius de Toole, la broma sin gracia de Kundera, al cabrón de Ripley en tres de sus cuatro cabronadas, mucho de política e historia, los primeros libros del detective Pepe Carvalho, la Perla de Steinbeck o el desgarrador grito de furia juvenil de Galeano abriéndose las venas a sí mismo y a toda América latina.
En mi segunda época univesitaria en Granada, estudiando Políticas, amé tanto la biblioteca de la Facultad de Ciencias Polticas, llena de libros y libros de mi total interés, que por una vez creo que encontré un sitio donde era absolutamente feliz sólo con cruzar la puerta. Todas las semanas sacaba un par de libros, y pasaba horas y horas leyendo sobre política, personajes históricos, ideologías, sistemas políticos, revoluciones, ... Mis lecturas esos años se derivaron sin remedio a la monotemática política, aparcando la literatura propiamente dicha y debí hacerme allí discípulo de Arendt, de Shapiro, de Linz, y de muchos muchos más que ocuparon la mayor parte de mis tardes y de mis noches granadinas, al menos hasta que me eché novia los últimos meses.

En el comic alcancé también la madurez. Olvidé los comics-books, salvo pecados puntuales cómo los Ultimate X-Men, y pasé a las grandes historias del comic moderno: los ratones oscuros del Maus de Spiegelman, las vidas cruzadas de los Adolfs de Tezuka, el Pyongyang absurdo sin límite de Guy Delisde, o los clásicos de batman cómo El Caballero Oscuro y Año Uno de Frank Miller. Pero  a decir verdad, el comic pasó a un segundo o tercer plano de mi vida, por lo que la selección fue muy limitada.

He de admitir que en estos últimos años he dejado de anotar los libros que leo. Quizás sea porque me he visto incapaz de tener el tiempo libre suficiente para vivirlos de principio a fin. Quizás porque la comodidad de lectura de Kindle me hizo perezoso. Debo tener, y no exagero, cincuenta o sesenta libros en mi cuarto empezados pero nunca acabados, algunos tan interesantes como la Anatomía del Amor de Fisher o la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi, ambos regalados por Juan Antonio Doncel. Supongo que hay libros que exigen cierta dedicación en exclusiva, y hasta cierto estado de ánimo. No oculto que me frustra un poco esta situación, porque con tal carga de libros inconclusos, muchos sé que nunca los acabaré, y yo soy muy de acabar las cosas que empiezo. 

Cómo ahora, que acabo esta incompletísima radiografía de mi experiencia lectora. Quedo mucho atrás, como mis esfuerzos por leer libros en inglés cuando vivía en Manchester, o mis maratones típicos veraniegos, pero en fin, esto es sólo una borrosa fotografía aérea, y este artículo no más que aquella escena de Lost in Translation en que el perplejo Bill Murray escucha atónito del director de su anuncio una retahíla interminable de frases en japonés que un traductor resumía en tres palabras, es decir, un resumen, de un resumen, de un resumen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Alianza Cien, un placentero viaje

  No suelo pasear tanto como solía, pero en plena desescalada del primer confinamiento, a finales de mayo de 2020, el deseo por volver a hac...