Mi historia con los libros es, a decir verdad, una historia discontinua. Es pretensión de estas lineas pintar algunos trazos de la misma, porque en estos días en que vuelvo a escribir, deseo recordar a grandes rasgos mi relación con la lectura, que es la madre de mi relación con la escritura.
De niño era un gran lector de libros y de comics. Gracias a que mi
familia era socia del Círculo de Lectores, leí en mi infancia muchas de esas colecciones
clásicas para críos, como la colección de historias del Barco de Vapor, la colección de libros
de Pesadillas, u otras colecciones
que por su calidad inferior se han perdido en mi memoria.
Lo
cierto es que me gustaba leer, y esto era probablemente lo mejor que un niño aburrido podía
hacer en aquellas tardes inacabables de los años 90, cuando ni internet, ni los
móviles, ni los entretenimientos electrónicos que hoy nos abruman existían. Las
horas parecían entonces durar el doble.
Los libros me llevaron a los comics. Me
inicié, como todo buen crio de este país, con las aventuras clásicas de tebeo
de Mortadelo y Filemón, y de ellas pasé pronto a otras de la antigua editorial
Bruguera que por algún motivo andaban por mi casa o por la de mis abuelos,
tales como Anacleto Agente Secreto, 13 Rue del Percebe o Rompetechos. Quiero
recordar que estos me llevaron a descubrir a Asterix, y este a su vez a Tintín.
Quizás
aún era muy pequeño para comprender bien las aventuras Tintín, pues aún debía tener
unos 7 u 8 años, o menos. Pero recuerdo que Tintín me fascinó mucho, y lo que
más me gustaba sin duda era la claridad de los dibujos, la belleza de la
simplicidad de las líneas. Al contrario que nuestros comics patrios, Tintín
poseía una elegancia natural que hacían los comics verdaderos disfrutes
visuales. Las Joyas de la Castafiore
fue el primero, pero vendrían muchos más. El que más me gustaba se llamaba Objetivo: la Luna.
La
preadolescencia me llevó a libros y comics más maduros. Recuerdo empezar a leer
algunos de los libros de la biblioteca de mi padre, aunque he perdido el
recuerdo de la mayoría con el tiempo. Sí recuerdo una cierta frustración con la
inmensa biblioteca que teníamos en casa, porque eran libros cuyos argumentos no
me parecían demasiado interesantes, salvo con excepciones contadas. Eran en su
mayoría una mezcla de clásicos de siempre con best sellers de los años 80. Me
recuerdo a mí mismo mirando uno tras otro las portadas de los mismos libros,
buscando algo interesante que leer, sin mucho éxito en general.
Hubo
dos excepciones que me marcaron. Encontré varios tomos sueltos de las Aventuras
de Sherlock Holmes. Los empecé a leer con mucho excepticismo, pero pronto las
aventuras de Holmes y Watson me conquistaron por completo.
Me
encantaban. Me parecían historias simpáticas y encantadoras y por ello en
varias ocasiones las volví a leer. Además, dos o tres años después encontré que
mi buen amigo Ricardo tenía en su casa la colección completa de Holmes, un
viejo recopilatorio en tres o cuatro tomos de todas y cada una de las
historias, y gracias a su préstamo pude encontrarme con muchas más historias
del detective más famoso de la historia de la literatura, y meterme en su mundo
de lleno. En esa época, sobre los 13 o 14 años, evadía así mi aburrida
existencia, consistente en general en poco más que asistir a clases que me
aburrían hasta el hastió, salir a caminar por Badajoz, y combinar la lectura de
Holmes con algún libro de Harry Potter ocasional, y con la compra semanal de
comics.
En
los comics me pasé definitivamente a los norteamericano. Encontraba fascinantes
las aventuras recopiladas en tomos azules y rojos del Spiderman de MacFarlane,
un Spiderman maduro que se movía en telaraña por el oscuro y peligroso Nueva
York de finales de los 80. Quizás fue en esta época donde empecé a amar los skylines de grandes ciudades, las
imágenes de rascacielos, de luces a lo lejos, de carreteras llenas de gente que
vuelve a casa cansada del trabajo. Cuando uno vive en su vida diaria en Badajoz
y en su imaginación en Nueva York, las comparaciones son odiosas. Admiraba con
especial atención las historias de Veneno, un periodista opuesto a Peter Parker
que había acabado poseyendo el traje oscuro alienígena de Spiderman, y que
básicamente tenía sus mismos poderes, pero más fuerza.
Veréis,
la historia de Spiderman es muy interesante para un adolescente o
preadolescente que tenga, como tenía yo, ciertos problemas de socialización,
porque el personaje de Peter Parker, alter ego del superhéroe, era básicamente
un chaval marginado en el instituto, al que los matones hacían bulling, y que
llevaba una especie de doble existencia. Los lectores de comics también llevábamos
esa doble existencia, pues en mi caso, además de lector, era dibujante amateur
de historias de comics, afición que acabó drásticamente con el fin del
instituto. Sí, pasé muchas, muchas horas con Spiderman en aquellos años.
En
el instituto, mi afición a los comics y otras rarezas me había convertido desde
pronto en un chico raro. En aquel entonces, no se había popularizado la palabra
friki, que hoy muchos llevan con
cierto orgullo, y que, ahora sí, ha sido aceptada con bondad por la sociedad.
En aquellos entonces a los adolescentes con mis gustos se nos llamaba flipados de forma despectiva, porque se
entendía que estábamos flipados con los
comics. Los flipados éramos tratados con mucho desprecio por los chicos y
chicas que hacían cosas "normales", y éramos como una especie de
niños gilipollas que dedicaban su tiempo a estupideces con quien nadie quería
relacionarse mucho, no fuera que se contagiase. Para ser un chico normal había
que hacer cosas normales, y en el Badajoz de aquella época lo normal era jugar
y ver partidos de futbol, ser hincha de un equipo, saberse el himno y la
alineación, e intentar ligar con chicas, cosas que personalmente me importaban
un carajo en aquella época, y que en los respectivo al fútbol, desde muy pronto
me negué a participar en la catarsis colectiva.
Mi
adolescencia pura la inauguró 1984 de
Orwell. Encontré una edición de bolsillo de esas que regalan ocasionalmente con
algún periódico, y por recomendación de mi padre la leí. He de reconocer que
durante la lectura sufrí bastante, y todo el camino, del principio al fin del
libro, lo hice con un agobio terrible. Cuando al fín lo acabé quedé marcado en
pensamientos e ideas por el relato. Me había impresionado todo de tal manera,
que al acabar investigué mucho sobre el autor y sobre la obra, ya en los
inicios de la era de internet. El totalitarismo había hecho su primera aparición
en mi vida, y estaría muchos años después siendo objeto de mi interés, hasta el
día de hoy, en el que tengo cientos de páginas de notas y anotaciones que
espero algún día tener el tiempo y la habilidad de poner en orden para formar
un libro.
Por
esta época o un poco antes, es decir, en los primeros años de la década del 2000,
vi en el cine la película de X-Men, y mi padre, principal incitador de mi
afición a la lectura, me regaló un par de días después, movido supongo por la
excitación que me había provocado, el primer número de una colección de
fascículos recopilatorios de historias de la Patrulla X de los años 50 o 60. De
repente, otro nuevo mundo de superhéroes americanos aparecían ante mí, y con el
tiempo me acabaron gustando tanto como antes lo habían hecho las aventuras de
Spiderman.
Los
X-Men marcaron tanto mi adolescencia porque básicamente era una historia sobre
chavales que tenían mi edad y que por un tipo de mutación genética que se les
desarrollaba en la adolescencia, y sobre la cual no tenían control sobre si
querían o no tenerla, acababan siendo maltratados y vejados por una sociedad a
la que ansiaban pertenecer con plenos derechos. Contado así, no es ilógica esa
relación que muchos dicen que existe entre la lectura de comics de X-Men y la
homosexualidad o bisexualidad del lector, pues es de dominio público que los
mutantes son al mundo de los comics lo que la homosexualidad al mundo real,
algo que uno tiene y siente, que intenta ocultar por miedo al rechazo social,
pero que acaba mostrándose de manera muchas veces traumática, porque al fin y
al cabo, es parte de lo que uno es.
Por
este entonces me introduje ya sí en un tipo de literatura un poco más seria.
Leí muchos de los libros de mi padre, y descubrí la maravilla que es poseer una
tarjeta de lector en la Biblioteca. Autores como Cela, que me trastornó con su familia de Pascual Duarte o su Colmena, Cicerón y sus alegatos contra
Catilina, Julio Cesar y sus relatos sobre la Guerra de las Galias y la Guerra
Civil, Max Gallo y su Napoleón Bonaparte... Empecé a disfrutar mucho leyendo
biografías de algunos de los grandes líderes políticos y militares de la
historia. Me fascinaba mucho la historia romana, quizás porque en aquel
entonces mis actitudes políticas hacían una tímida aparición adolescente, y me
impresionaban mucho las historias de grandeza y de poder, supongo que por el
contraste con la vida de adolescente outsider.
Por
algún motivo que no comprendo del todo, entre mis 16-17 años y mis 19-20 dejé
de leer con la misma asiduidad. Creo que debió ser porque al fin, tras años de
tiras y aflojas, conseguí tener internet en casa. Y bueno, aquello trastornó mi
vida por completo, pues era un mundo nuevo e increíble para mí al alcance de mi
mano. Lo podía tener todo: películas, series, comics, foros, pornografía, fotos...
El universo de internet se me apareció como un agujero negro para mi tiempo
libre.
No
fue hasta la universidad, concretamente a partir de algún punto indefinido
entre 2º y 3º , cuando retomé con fuerza el hábito de la lectura. Pienso que fue
porque en aquellos tiempos acudía con mucha asiduidad a unas tertulias
improvisadas que se organizaban en el comedor universitario a la hora de comer
entre un reducido círculo de alumnos y profesores, tertulias a las que yo
asistía con interés pero sin la fuerza cultura que da tener un bagaje sólido.
El mio era más bien errático y por ello me cohibía bastante dar mi opinión a un
grupo de gente tan cultivada, más cuando solían afirmar sus opiniones con una
firmeza de la que yo carecía en aquel entonces, por lo que decidí que mejor era
escuchar y callar. La ahora evidente falta de cultura que tenía me lanzó con
gran interés a paliarla a fuerza de leer. Por eso, de no leer casi nada pasé a
leer 35 o 40 libros al año, aparte de los que leía por la universidad.
Leía
de todo, pero por las notas que conservo, eran sobretodo libros históricos o de
política, que empezó a ser objeto de mi interés. Las notas las conservo gracias
a María Lanzas, que en aquella época me introdujo a Bukowski, y a las libretas
Moleskine, una de las cuales me regaló, y uso desde entonces para anotar los
libros que consigo terminar cada año.
A
partir de aquí comenzó mi época dorada como lector. Leí el Conde de
Montecristo, todo Bukowski, algo de Dostoievski, algo de Kafka, de Pessoa, todo
lo bueno y parte de lo malo de Hemingway, al sinvergüenza de Ignatius de Toole,
la broma sin gracia de Kundera, al cabrón de Ripley en tres de sus cuatro cabronadas,
mucho de política e historia, los primeros libros del detective Pepe Carvalho,
la Perla de Steinbeck o el desgarrador grito de furia juvenil de Galeano
abriéndose las venas a sí mismo y a toda América latina.
En
mi segunda época univesitaria en Granada, estudiando Políticas, amé tanto la
biblioteca de la Facultad de Ciencias Polticas, llena de libros y libros de mi
total interés, que por una vez creo que encontré un sitio donde era
absolutamente feliz sólo con cruzar la puerta. Todas las semanas sacaba un par
de libros, y pasaba horas y horas leyendo sobre política, personajes históricos,
ideologías, sistemas políticos, revoluciones, ... Mis lecturas esos años se
derivaron sin remedio a la monotemática política, aparcando la literatura
propiamente dicha y debí hacerme allí discípulo de Arendt, de Shapiro, de Linz,
y de muchos muchos más que ocuparon la mayor parte de mis tardes y de mis
noches granadinas, al menos hasta que me eché novia los últimos meses.
En
el comic alcancé también la madurez. Olvidé los comics-books, salvo pecados
puntuales cómo los Ultimate X-Men, y pasé a las grandes historias del comic
moderno: los ratones oscuros del Maus
de Spiegelman, las vidas cruzadas de los Adolfs de Tezuka, el Pyongyang absurdo sin límite de Guy Delisde,
o los clásicos de batman cómo El
Caballero Oscuro y Año Uno de
Frank Miller. Pero a decir verdad, el
comic pasó a un segundo o tercer plano de mi vida, por lo que la selección fue
muy limitada.
He
de admitir que en estos últimos años he dejado de anotar los libros que leo.
Quizás sea porque me he visto incapaz de tener el tiempo libre suficiente para
vivirlos de principio a fin. Quizás porque la comodidad de lectura de Kindle me
hizo perezoso. Debo tener, y no exagero, cincuenta o sesenta libros en mi
cuarto empezados pero nunca acabados, algunos tan interesantes como la Anatomía del Amor de Fisher o la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi, ambos
regalados por Juan Antonio Doncel. Supongo que hay libros que exigen cierta
dedicación en exclusiva, y hasta cierto estado de ánimo. No oculto que me
frustra un poco esta situación, porque con tal carga de libros inconclusos, muchos
sé que nunca los acabaré, y yo soy muy de acabar las cosas que empiezo.
Cómo
ahora, que acabo esta incompletísima radiografía de mi experiencia lectora.
Quedo mucho atrás, como mis esfuerzos por leer libros en inglés cuando vivía en
Manchester, o mis maratones típicos veraniegos, pero en fin, esto es sólo una borrosa
fotografía aérea, y este artículo no más que aquella escena de Lost in Translation en que el perplejo
Bill Murray escucha atónito del director de su anuncio una retahíla interminable
de frases en japonés que un traductor resumía en tres palabras, es decir, un resumen, de
un resumen, de un resumen.
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